jueves, 2 de abril de 2009

Obreras y campesinas

Se habla mucho de la incorporación al mundo laboral de la mujer, de la liberación que supuso para millones de mujeres el trabajo fuera de casa a partir de los años sesenta y setenta del siglo XX. Pero nuestro profesor, Josep María Perceval, no se equivoca al llamar la atención sobre un “pequeño” detalle que se suele pasar por alto al hablar de este fenómeno. Es que es cierto que la presencia de las mujeres en el mundo laboral fue toda una revolución en el siglo pasado, pero de la mujer burguesa, la obrera lo hizo mucho antes.


En el siglo XIX, la revolución industrial cambio radicalmente las formas de producción y el trabajo. Aparecieron las grandes fábricas en las que se hacinaban los obreros asalariados que soportaban jornadas de sol a sol en condiciones infrahumanas a cambio de un salario miserable con el que apenas les alcanzaba para sobrevivir. Pero si la vida de los obreros era dura, más todavía lo era la de las obreras. Las mujeres eran contratadas en las fábricas donde frecuentemente realizaban los turnos de noche y su sueldo era inferior al de los hombres. Después de pasar todo el día entregada al cuidado de sus hijos, de la casa y también de su marido, puesto que lo de repartir las tareas domésticas era por aquel entonces inimaginable, ellas se dirigían a la fábrica hasta que amanecía y, como si de un castigo bíblico se tratase, regresaban a su otro trabajo.

Trabajadoras en una fábrica textil

Esta puntualización, reivindicación, o simplemente decir las cosas como son, del profesor Perceval me ha hecho reflexionar. Y es que si la vida de estas mujeres en las grandes ciudades industriales era dura, la de las que vivían en el campo no era, ni mucho menos, un lecho de rosas. Hecho que no solo los poetas bucólicos pasaron por alto y del que yo misma soy testigo indirecta.

Yo soy de pueblo, pero de un pueblo de los de verdad, uno sin semáforos ni escaparates y, por supuesto, sin contaminación. Bolea, está a unos veinte kilómetros de Huesca y en la actualidad apenas alcanza los 600 habitantes. La vida allí no es tan diferente, al menos en lo sustancial, de lo que puede ser en Barcelona. Mi abuelo era agricultor, pero mi padre es funcionario y, aunque Bolea es el pueblo de las cerezas, en toda mi vida no habré pisado un campo más de una docena de veces. Sin embargo, no hace mucho que las cosas son así.

Tengo recuerdos muy nítidos de aquellos días de finales de mayo y principios de junio en los que mis abuelos recogían las cerezas. Solían volver a última hora de la tarde aprovechando que en esas fechas el día ya alarga y las jornadas bajo el sol se hacen eternas. Cuando llegaban a casa entraban en la cocina, mi abuelo se sentaba en su silla, siempre en la cabecera de la mesa, y disfrutaba de su merecido descanso. Mi abuela, le llevaba el porrón y casi sin tiempo para pararse a suspirar, hacía la cena. Después, mi abuelo se iba al “café”. Y no es que él fuera un machista, el sólo era un hombre de su tiempo y aún hoy, cuando hablas con mi abuela de aquellos tiempos siempre dice que “las cosas eran así”.

Mi abuela nunca se quejaba, hubo un tiempo en el que además tenía que hacerse cargo de cuatro hijos y de su suegra enferma y además de las cerazas, en Bolea se cultivan cereales y se cogen almendras y olivas. Pero mi abuela no era la excepción, sino la regla. Las mujeres rurales, como las obreras industriales, tenían una doble jornada laboral mucho antes de que las mujeres de las clases acomodadas comenzasen a trabajar en oficinas o a ir a la universidad.

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