miércoles, 18 de marzo de 2009

Dos camellos, un CD de Estopa y la “Fuente Vieja”

Probablemente, al pensar en un viaje cultural, un crucero será lo último que a la mayoría de la gente se le venga a la cabeza. Sin embargo, esta visión generalizada es muy relativa puesto que los cruceros de la actualidad siguen cumpliendo la misma función que los bajeles de los conquistadores de la antigüedad, permiten atracar en cualquier puerto y aprovechar las posibilidades que ofrece la tierra firme es cuestión de gustos. Fue precisamente durante un crucero cuando tuve la oportunidad de acercarme a una cultura muy diferente a la nuestra. Mi única incursión fuera de Europa se limita a esta breve escala en Túnez.

Vista de Tunicia

Muy a mi pesar, mis propios principios fueron los primeros en mostrarme que me encontraba en un lugar diferente a cuantos había visitado antes. Éramos un grupo grande, así que a primera hora de la mañana cogimos dos taxis en el puerto. Pocos minutos después de ponernos en marcha, ambos coches se introdujeron en un garaje de varios pisos de profundidad. Todavía aún no se si hubiese sentido el mismo recelo, por no decir miedo, de habernos encontrado en cualquier ciudad europea como Madrid, Roma o Berlín, intento convencerme de que sí. Los coches pararon y los conductores bajaron, querían discutir con nosotros el precio por hacernos de guías durante todo el día y fuera hacía 42 grados.

Poco después, en el Zoco de Tunicia un joven agarró a mi padre del brazo y le dijo: “Te cambio a tu hija por dos camellos y un CD de Estopa”. De alguna manera, aquella parodia me ayudó a ganar la batalla en la lucha interna que llevaba todo el día librando contra mis prejuicios. Ni siquiera la ofrenda de aquel tunecino sonaba tan absurda como el eco de mis propios recelos cuando entré por primera vez en el mercado. Los gritos de aquellos vendedores que nos llamaban con nombres tan españoles como Carmen, o apelaban a nuestro orgullo torero alabando a ilustres tonadilleras como Isabel Pantoja, se me antojaban un oportuno guiño tranquilizador, un cambio de papeles en el que los tópicos sobre españoles evidenciaban lo absurdo de juzgar toda una cultura a partir de simples caricaturas.

La visita al Zoco fue toda una lección de la que salí liberada. En todas partes la gente, es igual. Suena tan tonto que parece que no haga falta decirlo. Lo sabemos pero debemos creerlo. Disfruté del resto del día de forma especial, saboreando el momento como pocas veces somos capaces de hacer. Fumamos en pipa en un pequeño bar, paseamos por playas nada turísticas en las que las mujeres se bañaban completamente vestidas y conocí a un anciano que escribió mi nombre en árabe en una servilleta que todavía conservo.


Fuente Vieja, Bolea (Huesca)

A última hora de la tarde en Sidi Bou Said, nos refrescamos en una vieja fuente de la cual dudé de beber. Entonces, los gritos de unos niños que jugaban me hicieron recordar otra fuente muy lejos de allí, y volvía a mi infancia. Recordé como siendo unos críos habíamos arrancado casi indignados una etiqueta que tachaba de “no potable” el agua de la Fuente Vieja del parque de mi pueblo, aquel agua con la que nuestros antepasados habían combatido la sed en las tardes de cosecha, aquel agua con la que nuestras bisabuelas habían lavado la ropa de generaciones de labradores, la misma que utilizábamos para hacer guerras de globos de agua en los primeros días de junio… Pensé que el agua de nuestra fuente significaba todo eso, y quién era alguien de fuera para decir que no se podía beber, solo porque no estaba tratada. ¿Pesaba su criterio más que casi dos mil años de tradición? ¿Quien era yo para no atreverme a beber?

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